El federalismo mexicano vive un largo proceso centralizador que no deja de acentuarse. Esta obra explora cómo la proliferación de delegaciones federales en las capitales de los estados de la República (desde los años setenta) creó espacios de opacidad para el Ejecutivo Federal. Para corregirlo, la nueva administración federal anunció, en 2018, la reducción de esas oficinas a su mínima expresión. Se designaba, en cambio, un equipo exiguo encabezado por delegados de programas para el desarrollo (que la prensa llamó "superdelegados"). Carentes de responsabilidad política a nivel local, estos emisarios del presidente fungieron como piezas de una maquinaria electoral, más que de la gestión de la administración federal en los estados. Su diseño institucional centralizador desaprovechó la oportunidad de sumarse a los mecanismos formales e informales de todo federalismo; esas cajas de herramientas con las que podría operarse un mejor reparto de competencias en un sentido horizontal y no-jerárquico. La presencia de estos funcionarios dirige las relaciones intergubernamentales de México a la perennización de un federalismo disfuncional.
