Medir todo se ha convertido desde hace mucho tiempo en una manía humana. Desde que fuimos capaces de concebirlo, hemos querido saber de qué tamaño es el universo y de qué está compuesto. No sorprende, por tanto,
que queramos comprender también el tamaño de ese otro universo menor que es el de la lectura. Desde un punto de
vista comercial, la medición tiene sentido: los editores queremos saber de qué tamaño es el pastel, aunque eso
no nos produzca a final de cuentas más que frustración, dado que no podemos comérnoslo todo. Pero medir cuan
titativamente nos da, en apariencia, una idea del mercado al cual nos dirigimos y de las dificultades para llegar a él.
Sabemos que somos más de cien millones de habitantes, para los cuales tenemos menos de 1 500 librerías. Sabemos
que, supuestamente, leemos tres libros en promedio, lo que haría de las librerías uno de los negocios más rentables, pues si multiplicamos lo que presuntamente se lee y lo dividiéramos entre las librerías existentes, les aseguro que hoy no habría llegado en taxi o metrobús, sino transportado por mi propio chofer o, de plano, en helicóptero.