Desde su nacimiento en el siglo XVIII, y por al menos dos siglos, el derecho penal oscilaría entre el castigo y la utilidad social, lo que cosificaría a las personas que entraban en contacto con el Sistema Penal; fórmula punitiva que se caracterizaría por su severidad y por su imposibilidad de garantizar los derechos de las personas. Un modelo punitivo así, aplicado por tanto tiempo, construiría una particular cultura de la criminalidad en la que la represión y discriminación de los así etiquetados delincuentes se normalizaría y aceptaría, generando una sesgada aceptación disfrazada de legitimación. Las víctimas, por su parte, serían excluidas de la fórmula punitiva y, por tanto, de cualquier posibilidad de ejercer derechos.
El advenimiento del concierto internacional en torno a los derechos humanos construiría un nuevo paradigma para estos; centrado en la dignidad humana: la de las víctimas del Holocausto; el desarrollo de los estándares internacionales para la justicia penal no podría menos que centrarse en la dignidad de las personas y dar a las víctimas el protagonismo que nunca tuvieron; un modelo punitivo para la garantía de derechos de las personas involcradas frente al Sistema Penal: personas imputadas de delito y víctimas de los delitos y de las violaciones a derechos humanos.
Un nuevo paradigma punitivo en construcción que no solo tiene el reto de cambiar las estructuras del Sistema Penal mismo, sino que tiene el gran reto de construir una nueva cultura punitiva que priorice los derechos para las víctimas centrados en la atención y reparación integral del daño por sobre las pretenciones punitivas públicas; una cultura de derechos victimales.