Ese camino académico se emprendió luego de décadas de ejercicio de la abogacía y la investigación en los modernos y multidisciplinarios campos de la información social, la radiodifusión y las telecomunicaciones, que mostraron que el derecho como disciplina estaba aislado de las ciencias. Es que, para comprender verdaderamente este aspecto definitorio de la sociedad actual se debió estudiar física y tecnología del espectro. Con ese bagaje se fue viendo que el derecho carecía de una epistemología, por ser un instrumento de poder, no de conocimiento.
Entre la inquietud y el desánimo se descubrió que mayormente alberga ideologías y sus dogmas concomitantes, de significado generalmente incierto, pues están diseñados para persuadir, es decir, captar la voluntad de los gobernados, incluyendo el engaño cognitivo propio de las falacias sofísticas.
Se fue estableciendo, así, que el derecho como instrumento lingüístico de poder proporciona las técnicas argumentativas tanto al poder estatal -gubernativo o jurisdiccional- como al poder informal para poner en operación las respectivas ideologías y representaciones, cualesquiera que sean las subjetividades e intereses subyacentes. Eso le impide generar conocimiento objetivo sobre la sociedad.
Como saber argumentativo, el derecho está encaminado a lograr su propio acatamiento -circularmente- mediante la persuasión, que implica convencer sin un criterio verdad que asegure su racionalidad, lo que constituye violencia simbólica. Si ésta no logra su cometido, se recurre a la violencia física.
El discurso jurídico es heredero directo de las técnicas desarrolladas en Grecia por los retóricos forenses, a los que se sumaron los sofistas y sus argucias psicolingüísticas. Como es sabido, Aristóteles sistematizó ambas técnicas en el Arte de la retórica y Las refutaciones sofísticas.