Isabel tenía el don de ver las cosas de una manera tan especial que interpretaba el lenguaje de los elementos sin necesidad de traducción. André jamás había tenido la ocasión de conocer a una persona que estuviera tan atenta a cosas tan elementales como el ruido del agua, la voz del silencio, el vuelo de los pájaros, las caricias suaves de la brisa, la estética de las sombras y el color del cielo, de los árboles y las flores, o la forma de las nubes, la locura de las hojas en otoño, la posición y las formas de la luna.
Pero, pronto se dio cuenta también que esas contemplaciones admirables, que tenían el don de ejercer en él una influencia natural, enriqueciendo su mundo de artista, eran para Isabel un escudo inconsciente con el que se protegía de los demás.
