A esta altura de la historia, que de todos los sistemas de enjuiciamiento penal el más perfectible humanamente es el adversarial. Si el objetivo no es otro que hacer justicia, ésta lleva naturalmente ínsita la condición de imparcialidad del juzgador y el mecanismo que mejor garantiza esta condición es aquel en que él esté sólo limitado a ello, despojado de toda facultad de actuar oficiosamente: ya sea en la promoción o continuación de la acción; de incorporar pruebas, o de intervenir en la producción de éstas. De todo ello sólo se deben encargar las partes, que por ser adversarias cada una tiene el interés en ganar la contienda que generó el proceso; por ende, de modo exclusivo y excluyente son las que tienen que manejar los hechos por los que se acusa, la línea conveniente de defensa, la producción de las pruebas que estimen pertinentes y el control pleno y amplio mutuamente en la realización de cada una de ellas.
Todo esto conlleva que el mecanismo del sistema sea total y sustancialmente diferente al anterior. Basta señalar la investigación a cargo exclusivo del fiscal y de la víctima como querellante en su caso, la informalidad que caracteriza a esta etapa, la naturaleza meramente investigativa de todas las diligencias y elementos materiales que se realicen o secuestren, ya que carecerán de todo valor en el juicio oral, en el que todo deberá ser acreditado mediante las declaraciones personales de todas aquellas personas -que sea en calidad de testigo, perito o intérpretes- se pretenda incorporar para acreditar los extremos que cada parte afirma, y con la más estricta inmediación, recién así y en el juicio oral estos elementos adquieren la cualidad y naturaleza de pruebas, siendo las únicas que el juzgador podrá utilizar para abordar a la decisión y su fundamentación, careciendo de todo valor las diligencias que se hayan realizado durante la investigación.