A cualquier estudiante de Derecho penal le resulta familiar la distinción entre delitos comunes y delitos especiales. De los primeros se suele decir que pueden ser cometidos a titulo de autor por cualquier sujeto. De los segundos, en cambio, lo común es señalar que su comisión a título de autor requiere la ostentación de determinadas condiciones, cualidades o relaciones por parte del sujeto. También resulta bastante familiar la distinción interna entre los delitos especiales propios e impropios, cuya base es la existencia de un delito común que discurre de modo paralelo al especial (entonces, se afirma que éste es un delito especial impropio) o la inexistencia de tal delito común (entonces, se suele decir que el delito especial es propio).
En una primera aproximación, la distinción entre delitos comunes y especiales parecería ser únicamente formal. Se relacionaría, entonces, con la redacción de los tipos y podría explicarse en términos de un decisionismo legislativo más o menos fundado que, en todo caso, se vincularía en virtud del principio de legalidad. Sin embargo, desde su inicio, la doctrina de los delitos especiales trató de vincularlos a razones materiales relacionadas con la existencia de deberes especiales subyacentes a determinados tipos legales. Tales deberes especiales afectarían sólo a determinados sujetos (intranei), los únicos que estarían en condiciones de infringirlos. Ello, a su vez, conduciría a toda una serie de consecuencias en materia de autoría y participación.