Nuestros sistemas políticos están enfermos de desconfianza. Mientras nuestras reglas institucionales hacen de la inocencia de nuestros conciudadanos el punto de partida de todo juicio acerca de sus conductas, en nuestras interacciones cotidianas asumimos sin mayor problema su culpabilidad o potencial maldad. En nuestros códigos legales el principio de inocencia ocupa un lugar de preeminencia. Así, es aceptado casi sin oposición que nadie puede ser condenado, esto es, tratado como culpable, a menos que así lo haya declarado una sentencia fundada en ley; que la inocencia no debe ser probada pero la culpa sí; o que es preferible que un culpable quede en libertad a que un inocente sea privado de ella. No obstante, nuestras conductas cotidianas de manera creciente, han comenzado a estar fundadas en la idea contraria: la de que nuestros conciudadanos son potenciales adversarios frente a quienes debemos tomar precauciones y cuidados.